Amig@s:
Aunque el tema de este blog se circunscribe a la poesía, no he podido dejar pasar este ensayo-resumen-reflexión de mi colaboradora la gran escritora Rosa Fasolís, acerca de Antoine de Saint Exupery, y sus grandes obras.
Espero que sea de vuestro agrado y que al igual que a mi, os sirva para ampliar vuestros conocimientos acerca de la obra de este MAESTRO,(con mayúsculas), de las letras.
...Y no os olvidéis de dejarle a Rosita vuestros comentarios...
Gracias...
...Abrazos...
ANTOINE
DE SAINT EXUPERY
EL
JARDINERO DE LA ROSA
Veinte años después…..
A SETENTA AÑOS DE LA
APARICIÓN DE “EL PRINCIPITO”
(Resumen de la conferencia brindada en ocasión
de celebrar los cincuenta años de la magnífica obra).
Antoine de Saint Exupéry… Inevitable asociar
su nombre a la pequeña, sutil presencia de ese Principito que deconstruye y
construye con aparente sencillez y total poesía las sustancias éticas que
residen en el recinto más vulnerable y sublime del ser: el alma. Podría decirse
que El Principito es la síntesis vital de la obra de Saint Exupéry; lo cierto
es que no admite una lectura de superficie, y que el conocimiento de todo lo
escrito por su autor favorece y amplía la comprensión de un texto incomparable.
En efecto: adentrarse en la plenitud del mensaje de Saint Exupéry es emprender
un vuelo desde el que observaremos con nueva mirada el lugar del que dice el
piloto: “Morada de los hombres, ¿quién te fundará sobre la razón? ¿Quién
será
capaz según la lógica, de construirte? Existes y no existes. Eres y no eres.
Estás hecha de materiales dispares; pero es preciso inventarte para
descubrirte”. (De “Ciudadela”, Cap. IV).
Volamos con Saint Exupéry hacia el
territorio de los interrogantes, y sentimos con él la angustia de nuestra
existencia, la sed de lo eterno e incognoscible, el hambre de paz y justicia. Y
nos sumergimos en honduras insondables: “El que interroga busca antes que nada el
abismo”. (De “Ciudadela”, Cap. II). No será pues
un vuelo plagado banalidades, ni será un vuelo del todo feliz, porque Antoine
tiene el comando de la nave y nos ha de llevar (como Valéry, como Paul Morand)
al dolor de sabernos ciudadanos de un “mundo caduco”, seres anhelantes de
saciar el hambre de eternidad. En una
de sus últimas cartas (a su amigo Pierre Delloz) escribe Antoine: “Si
me derriban, no lamentaré absolutamente nada. El futuro me espanta y detesto la
virtud de sus robots. Yo he sido creado para ser jardinero”.
Jardinero… el Jardinero de la Rosa, el hombre que arribó a este mundo un día 29
de junio del año 1900, en Lyon, Francia, en el seno de una aristocrática
familia; un ser de excepción que sintió como un imperativo el andar por esos
cielos de Dios… El hombre que, de vivir en estos días, acaso hubiera aumentado
aún más su propìa angustia al observar que el “termitero” no ha sido
sino industria de la guerra, alimento de las fieras del poder, territorio del
hambre genocida de las islas de pobreza, y que la “virtud de sus robots” no
ha logrado (no lo ha intentado siquiera) “convertir al hombre a su propia grandeza”.
Grandeza, la de Antoine, cuya leyenda empezó a tejerse ya a sus doce años,
cuando tuvo su bautismo de aire en compañía de Védrine, famoso piloto de la
aviación europea. Luego, la primera guerra mundial, y Antoine cursando estudios
en Suiza; luego preparando (sin éxito) su ingreso a la Escuela Naval de París;
más tarde, intentando la carrera de arquitectura. Pero no eran para él los
mares ni la tierra, sino los cielos y las palabras, palabras con las que fue
edificando una ciudadela en el corazón de los hombres, aunque supiera él que
una construcción así nunca puede ser acabada definitivamente.
Es en su servicio militar donde Antoine
aprende las primeras lecciones de pilotaje; es en Rabat donde, en 1921, se
diploma como piloto civil; es en Istres donde obtiene el diploma de piloto
militar; es en el aeropuerto de Le Bourget donde el subteniente reservista
Antoine de Saint Exupéry sufre su primer (y serio) accidente. Otras actividades
(burocráticas, acaso sin sentido para él) lo apartan de las alas, a las que
retorna con el medio más tangible y más poderoso: la palabra, y lo hace con la
novela “El aviador”, que aparece en 1926 en la revista “Le naviere de
Argent”. El destino, ese desmesurado hierofante, provee a Antoine, ese mismo
año, de alas concretas: ingresa en la Compañía Aérea Francesa, de la que pasa a
la Sociedad Aérea de Latécoere, de Tolouse. De allí, a Casablanca (1927) como
piloto de la línea de correo Tolouse-Casablanca, Casablanca-Dakar. Vuela, y
vuelan también sus ideales románticos, su definida vocación de ser un hombre
ético en el sentido profundo de la palabra. En “Correo Sur” escribe: “¡Qué
mundo tan ordenado desde los 3.000 metros!. Ordenado como
la majada en su redil. Humildes felicidades parceladas, mundo en vitrina,
demasiado expuesto, demasiado desplegado”. Y dice: “Para el obrero
que cada día comienza a construir el mundo, el mundo comienza cada día”.
Porque Antoine ama al que construye, pero al que construye con cuerpo y alma: “Sólo
el espíritu puede crear al hombre”; “Se muere por una
casa. No por los objetos o por los muros. Se muere por una catedral. No por las
piedras. Se muere por un pueblo. No por una multitud. Se muere por amor al
Hombre, cuando es la piedra angular de una Comunidad” (De “Ciudadela”).
La leyenda toma forma en la línea de
Tolouse: comienza la fama de Antoine como héroe, como pacificador. De esta
época, sus propias palabras en “Correo Sur”, novela publicada en
1929; en ese año ha llegado a nuestro país, la Argentina. En Buenos Aires
organiza el Correo Aéreo Argentino. “Tras la hélice tiembla un paisaje de alba”,
dice en
“Correo Sur”. Un paisaje sin fronteras en el que se adentra el piloto
de la Aeropostal volando al Sur de nuestro continente. Escribió al respecto
Blaise Cendrars; “Entonces, era él quien yo veía pasar una vez por semana por
el cielo de Rio de Janeiro, cualquiera que fuese el tiempo y con una
regularidad tal que los dos millones de habitantes de Río rectificaban sus
relojes cuando pasaba el avión con los colores franceses, como hacían en otro
tiempo los habitantes de Koenigsberg al paso de Emmanuel Kant cuando éste se
dirigía a hora fija a la Universidad para dar su clase de metafísica”.
Vuela, Antoine, vuela. Mientras vuelas,
te condecora el Gobierno de Francia, en 1930; mientas vuelas, también ese año,
salvas la vida del piloto Guillaumet en la Cordillera de los Andes; mientras,
pasas del Correo Argentino al vuelo nocturno en la línea Francia-Sudamérica;
mientras, escribes: en 1931 aparece tu “Vuelo Nocturno”, del que ha dicho
André Gide: “Este relato, cuyo valor literario admiro tanto, tiene, por otra
parte, el valor de un documento, y esas dos cualidades, tan inesperadamente
unidas, dan su excepcional importancia”.
“Para
el piloto, esa noche no tenía ribera alguna” (de “Vuelo Nocturno”).
La noche, Antoine… la noche sin riberas… Tú, el Jardinero de la Rosa.
Tú, que por entonces eras conocido en todo el mundo. Tú, “gentilhombre de vieja
raza sin ser reaccionario, amante del deporte, inventor, soldado (…) y hasta
mago, cuando se piensa en sus hallazgos matemáticos, en su habilidad para los
jugos de manos con los naipes”. Esto dijo de ti René Tavernier (“Cuadernos”, Nº
32, 1958). Y agregó: “… es el único entre todos los escritores modernos que
aparece como un caballero, sin haber intentado imponer ese ideal a los demás”.
Es verdad: Antoine no intenta imponer sus ideas; sólo actúa, sólo escribe; a la
manera de un Quijote, persigue sus propias utopías, sus paisajes de
inalcanzable paz, sus playas de eterno amanecer. Y continúa el vuelo, en la
nueva compañía Air France, y enfrenta otra vez a la muerte en Libia, en 1935.
Mas es Antoine un hombre valiente, aunque al respecto diga, en una carta dirigida
a Gide cuando hacía el servicio Casablanca-Dakar, sobrevolando Mauritania,
después de haber salvado un avión junto a los moros, oyendo las balas silbar
sobre su cabeza: “Es que no está formado (el valor) por muy hermosos
sentimientos: algo de rabia, algo de vanidad, mucho de testarudez y un vulgar
placer deportivo. (…). Jamás volveré a admirar a un hombre que sea sólo
valeroso”.
Otro accidente grave (Guatemala, 1938),
mas no deja Antoine de volar. Ni de escribir: 1939 y “Tierra de hombres”, y el
Gran Premio de Novela de la Academia Francesa, al tiempo mismo que la gran
tragedia: la segunda guerra mundial. Antoine se traslada a los Estados Unidos;
allí escribe “Piloto de guerra”; luego, “Carta a un rehén”. En 1943, aparece
la joya sin precio: “El Principito”. Ese año Antoine vuelve a ocupar su puesto en
el grupo Nº 2/33· de Argelia; ascendido a Comandante, se retira del servicio …
para remontarse, en un vuelo de reconocimiento sobre Francia, hasta el lugar
del que no regresa, no al menos en la forma física habitual. Antoine de Saint
Exupéry desaparece en los cielos de esta tierra de hombres el 31 de julio de
1944. Dice León Paul Fargue: “Tuvo una breve vida romántica, en la que había
tanto de cruzado como de iluso”. Vida que continúa, sin embargo, en libros
póstumos, textos que fueron como enviados desde otra dimensión; entre otros, “Ciudadela”
(1948, con un particular estilo que recuerda a los narradores árabes,
exuberante en su búsqueda de convicciones, poéticamente conmovedora):
“Cartas de juventud” y “Cartas del amigo inventor” (1953):
“Cartas
a la madre” (1955) y “Un sentido a la vida” (1956).
“¿Para qué sirve fijar los ojos en el Este,
donde vive el sol?. Había entre ambos tal profundidad de noche, que jamás
podría remontarla”. Tus palabras, Antoine, en “Vuelo nocturno”, cuando
Fabien “pensaba en el alba como en una playa de arena dorada,
donde había encallado después de esta dura noche”. Y, ¿sabes,
Antoine?. Todos somos tu Fabien, todos hemos pasado alguna vez (¡tantas veces!)
por la más oscura de las noches, en la ¿ilusoria? búsqueda de la playa apacible
donde nada –nada- encadene nuestra libertad.
Antoine de Sait Exupéry: el Jardinero
de la Rosa. Y El Principito, ese legado incomparable, el diamante único, la
palabra embebida en los goces y las congojas y los sueños del alma, con la síntesis
perfecta de una prosa limpia, clara como el agua de un manantial. El
Principito, a cincuenta (ahora, a setenta) años de su aparición; el Pequeño
Príncipe que nos dice cada día en un susurro destinado al alma: “Detente,
tómate tu tiempo, haz un alto en el camino”. El mismo que
se desgarra cuando imagina atado a su cordero…(“¿Atarlo? ¡Qué idea tan rara!”) porque ama, por
sobre todo, la libertad; el mismo que, en el quinto planeta, nos dice que el trabajo
del farolero “…por lo menos tiene sentido. Cuando enciende el farol, es como si
hiciera nacer una estrella más, o una flor. Cuando apaga el farol, hace dormir
a la flor o a la estrella. Es una ocupación muy linda. Es verdaderamente útil
porque es linda”. Ah, amado Antoine, tu Principito señalándonos la
utilidad de la belleza, dando por tierra con la utilidad puramente pragmática.
Respóndenos: ¿del farolero al poeta?. Dinos: ¿la poesía es el más hermoso de
los desvaríos?. Porque has escrito, nombrando a las estrellas: “cositas
doradas que hacen desvariar a los holgazanes”. Pero no, no me
equivoco, sé muy bien que pusiste esas palabras en el hombre de negocios, el
del cuarto planeta, el que, según el Principito, “razona como el ebrio”. Sí,
Antoine: tienes razón. Quien piensa en el poder del dinero, piensa en poseer
las estrellas para sacarles provecho, pero el Pequeño Príncipe y tú y quienes
aún creemos en la poesía como en la íntima expresión del alma, no queremos
poseerlas, sólo las admiramos, las amamos desde lejos. Tanto como tratamos de
comprender y amar al atormentado corazón del hombre cuando no pedimos
explicaciones porque éstas no dejan hablar a los sentimientos, y entonces los
ojos no sirven para ver lo que hay dentro de una boa cerrada.
Antoine: estés donde estés, te digo: te
amo. Por todas tus palabras, pero más
aún por El Principito. Soy una persona grande: perdóname por ello. Pero mírame;
no me siento importante como un baobab. Y amo la libertad, la paz, la amistad.
Y amo. Simplemente eso: amo. Tal vez por esta razón me conmueves tanto cuando
dices: “Es triste olvidar a un amigo”. O: “La prueba de que El Principito
existió es que era encantador, que reía, y que quería un cordero. Querer un
cordero es prueba de que se existe”. Querer, amar… qué enigma tan
espléndidamente planteado por ti en la rosa del Principito, esa flor “tan
conmovedora”; por ti que nos dices que el amor debe saber ver más allá
de las palabras. “Debí haberla juzgado por sus actos y no por sus palabras. Me
perfumaba y me iluminaba. No debí haber huido jamás.” Y
pones en boca de Bernis, en “Correo Sur”: “Encontré el manantial. Era
ella la que me hacía falta para descansar del viaje. Ella está presente. Las
demás…”. ¿Cuál tu rosa, Jardinero?. ¿Cuál tu única rosa?. “Ve y
mira nuevamente a las rosas”, dijo el Zorro al Principito, y agregó: “Comprenderás
que la tuya es única en el mundo. Volverás para decirme adiós y te regalaré un
secreto”. Y fue el Principito, a
ver a las rosas, y les dijo: “No sois en absoluto parecidas a mi rosa: no
sois
nada aún. Nadie os ha domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como
era mi zorro. No era más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo lo
hice mi amigo y ahora es único en el mundo. Sois bellas pero estáis vacías. No
se puede morir por vosotras. Sin duda que un transeúnte común creerá que mi
rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras puesto
que ella es la rosa a quien he regado, a quien escuché quejarse, o alabarse, o,
aún, algunas veces, callarse. Puesto que ella es mi rosa”. Ah, Antoine,
¿es ése el secreto del amor?. Y luego, Antoine, tu voz en otra voz, la piedra
única tallada en las palabras del Zorro: “he aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve
bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”… “El tiempo que
perdiste
por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante”. El zorrito, ese zorro
del que el soldado de la Ciudadela dice: “Es preciso mucha paciencia, no
para cazarlo, sino para quererlo”, el soldado que viste morir “por
haberse defendido con indiferencia en el curso de una emboscada” porque
“después,
un día se escapaba en la arena el zorro elegido de su amor” (De “Ciudadela”,
Cap. X). El zorro elegido de su amor, la rosa elegida de su amor, el tiempo
perdido por la flor, tan importante porque “tal flor es, en primer lugar, una
refutación de todas las flores” (De “Ciudadela”, Cap. VI). “Los
hombres han olvidado esta verdad” dice el zorro al Principito, y
agrega: “pero tú no debes olvidarla”. Eres responsable para siempre de lo que
has domesticado. Eres responsable de tu rosa”.
Sí, Antoine, así es. Somos seres de amor.
Queremos ser domesticados, queremos crear lazos, tener amigos. Y comprendemos
bien las palabras que pusiste en boca del zorrito: “Como no existen mercaderes de
amigos, los hombres ya no tienen amigos. Si quieres un amigo, ¡domestícame!”.
Te fuiste de la morada aún antes de que
muchos de nosotros naciéramos, pero nunca nos dijiste adiós, sino hasta
siempre. Por eso eres nuestro amigo: ya nos habías domesticado. Así lo
quisimos. Y nuestras son tus palabras, por las horas ocupadas en ellas. Antes,
y ahora, a cincuenta (setenta) años de la aparición de El Principito. El tiempo
no pasa: pasamos nosotros. Y hemos pasado por tus libros, y tus libros han
quedado en nosotros, sobre todo cuando, como Bernis en “Correo Sur”,
preguntamos: “Dime, pues, qué es lo que busco y por qué contra mi ventana, apoyado
en la ciudad de mis amigos, de mis deseos, de mis amores, me desespero?. ¿Por
qué, por primera vez, no descubro ningún manantial y me siento tan lejos del
tesoro? ¿Qué es una promesa oscura que se me ha hecho y que un dios oscuro no
mantiene?”.
Y tú, Antoine, respondes en “Arenas,
cumbres y estrellas”: “Pero son muchos los que nunca abren los
ojos al milagroso sol de esas mañanas sin nubes. Sólo el Espíritu, soplando
sobre la arcilla, puede crear al Hombre”.
Rosa
Fasolís
Rosario,
abril 19 de 1993.
Rosario, julio 29 de 2013.
(Veinte años después…)